domingo, 6 de abril de 2008

Futurama e Stanislaw Lem

Os guionistas de Futurama deberon inspirarse moito neste escritor polaco de ciencia ficción, autor do famoso libro “Solaris”. Aínda que pareza un escritor serio, que o é, moitos dos seus relatos son sátiras da sociedade na que vivimos, que destilan ironía, humor, filosofía e moita, moita imaxinación. Deixovos aquí un relato do “Diario de las estrellas” para o que teña vinte minutos e ganas de pasar un bo rato. Para non saturar o blog unha parte a publico como comentario que o pinchar no título da entrada poderedes ver de forma máis unificada. Creo que merece a pena.


"VIAJE DUODÉCIMO"

Creo que en ningún viaje escapé de unos peligros tan tremendos como los de mi expedición a Amauropia, planeta de la constelación de Cíclope. Todo lo que allí he vivido se lo debo al profesor Tarantoga. El sabio astrozoólogo no es solamente un gran investigador, puesto que, como es notorio, se dedica en sus momentos de ocio a inventar. Entre otras cosas, inventó aquel líquido para quitar recuerdos desagradables, billetes de banco con un ocho horizontal que representaba una suma de dinero infinitamente grande, tres maneras de teñir la niebla en unos colores atractivos, así como un polvo especial que puede esparcirse sobre las nubes para moldearlas en unas formas sólidas y duraderas. También es obra suya un dispositivo ingenioso para el aprovechamiento de la energía de los niños, que habitualmente se pierde: todos sabemos que los niños no pueden estarse quietos ni un segundo. El dispositivo consiste en un sistema de manivelas, poleas y palancas, colocadas en varios sitios de la vivienda, que los niños empujan, tiran y desplazan durante sus juegos, haciendo, sin saberlo, correr el agua, pelar patatas, lavar la ropa, producir electricidad, etc. Preocupado por nuestros pequeños, que los padres dejan a veces solos en casa, el profesor inventó también unas cerillas no inflamables, cuya producción en la Tierra alcanzó unas cifras imponentes.

Un día el profesor me enseñó su invento más reciente. En el primer momento creí que tenía delante una estufa de hierro. En efecto, Tarantoga me confesó que uno de esos objetos le había servido como punto de partida.

—Es, mi querido Ijon, el sueño secular de la humanidad hecho realidad —me aclaró—,o sea, el prolongador o, si prefieres, el retrasador del tiempo. Gracias a él, la vida puede prolongarse a voluntad. Un minuto dura en su interior dos meses aproximadamente, si no me he equivocado en los cálculos. ¿Quieres probarlo?

Curioso, como siempre, de las novedades técnicas, afirmé alegremente con la cabeza y me introduje en el aparato. Apenas me hube acurrucado dentro, el profesor cerró de golpe la puerta. Me cosquillearon las narices, porque el golpe sacudió la estufa, haciendo desprender los restos del hollín mal rascados, así que inspiré profundamente el aire y estornudé. En aquel momento, el profesor conectó la corriente. A causa del transcurso del tiempo prolongado, mi estornudo duró cinco días y, cuando Tarantoga volvió a abrir el aparato, me encontró medio muerto de agotamiento. Quedó muy sorprendido e inquieto, pero, al enterarse de lo que había pasado, sonrió bondadosamente y dijo:

—En realidad sólo pasaron cuatro segundos en mi reloj. ¿Y qué me dices, Ijon, de mi invento?

6 Comments:

Marta said...

invento?
—No, verdaderamente, me parece que todavía no es perfecto, aunque sí muy digno de interés —contesté cuando por fin pude hablar.

El bueno del profesor se ensombreció un poquito, pero luego, generoso como siempre, me regaló el aparato, explicándome que podía servir igualmente para apresurar el curso del tiempo. Sintiéndome un poco cansado, rehusé probar esta posibilidad supletoria, di efusivamente las gracias y me llevé la máquina a casa. Hablando con franqueza, no sabía qué hacer con ella; la dejé, pues, en el desván de mi garaje de cohetes, donde se quedó casi medio año. Mientras escribía el tomo octavo de su magnífica Astrozoología, el profesor estudió con detalle todas las fuentes que se referían a los habitantes de Amauropia. Se le ocurrió, a raíz de sus investigaciones, que aquellos seres constituían un objetivo excepcionalmente adecuado para probar el prolongador (y retrasador) del tiempo. Cuando tuve el conocimiento de este proyecto, me entusiasmé tanto con él, que en tres semanas tuve listo mi cohete, cargado de provisiones y combustible; cargué a bordo los mapas de aquella región de la Galaxia, que conocía poco, junto con el aparato y, sin tardar, partí hacia el espacio. Mis prisas se comprenden mejor si se sabe que el viaje a Amauropia dura alrededor de treinta años. Pienso describir lo que hice durante todo este tiempo en algún otro relato. Aquí mencionaré solamente un hecho de un interés especial, que fue el encuentro, en la región del núcleo galáctico, (entre paréntesis, es la comarca más llena de polvo de todo el Cosmos) con la tribu de vagabundos interplanetarios llamados desterrontes. Esos desgraciados carecen de patria. Expresándome con suavidad, diría que son unos individuos llenos de fantasía, ya que cada uno de ellos me contó la historia de su tribu de manera diferente. Me enteré luego de que, sencillamente, echaron a perder su planeta, explotando, por avidez, de modo excesivo, la minería y la exportación de minerales. No cejaron en su empresa hasta cavar y excavar todo el interior de su astro, convirtiéndole finalmente en un gran hoyo que, un buen día, se hizo polvo bajo sus pies. Sin embargo, hay quien dice que los desterrontes habían organizado una vez una juerga tan imponente que se extraviaron, borrachos como cubas, y no supieron encontrar el camino de vuelta. Nadie sabe bien cómo fueron las cosas; en cualquier caso, vagabundos no son bien recibidos en ninguna parte. Si durante sus continuos viajes por el espacio se detienen un momento en un planeta, después siempre se echa de menos algo: o desaparece una porción de aire, o un río se seca de repente, o falta una isla en el inventario. Dicen que birlaron una vez en Ardenuria todo un continente: menos mal que no era cultivable, por estar cubierto enteramente de hielo. Los desterrontes se alquilan gustosamente para la limpieza y regulación de las lunas, pero son pocos los que les confían esas actividades de gran responsabilidad. Sus hijos tiran piedras sobre los planetas, montan meteoritos podridos, en una palabra, son una fuente inagotable de molestias. Convencido de que aquellas condiciones de existencia eran inaceptables, tome la determinación de mejorarlas; interrumpí por poco tiempo mi viaje e hice unos cuantos trámites, coronados por el éxito: encontré una luna de ocasión, poco usada, a un precio interesante. Se arregló lo que estaba por arreglar y, gracias a mis relaciones, la luna ascendió a planeta. No había allí aire, es cierto, pero organicé una cuestación, a la que contribuyeron los habitantes de los alrededores. ¡Daba gusto ver con qué satisfacción los desterrontes ocuparon su propio planeta! Las manifestaciones de su agradecimiento no tenían fin. Me despedí de ellos cordialmente y reanudé el viaje. De Amauropia ya me separaban solamente seis quintillones de kilómetros; después de haber recorrido aquel último sector del trayecto y encontrado el planeta en cuestión (hay tantos allí como granos de arena en una playa), empecé a descender sobre su superficie.

Cuando vino el momento de conectar los frenos, advertí con espanto que no funcionaban: ¡estaba cayendo sobre el planeta como una piedra! Miré por la ventanilla y constaté que los frenos habían desaparecido. Pensé con indignación en la ingratitud de los desterrontes, pero no tuve mucho tiempo para dedicarme a esas reflexiones: estaba atravesando ya la atmósfera y el cohete iba adquiriendo un color rubí por el fuerte calor: un momento más, y me quemaba vivo. Por fortuna, me acordé en el último momento de mi prolongador del tiempo. Lo puse en marcha, haciéndolo funcionar tan lentamente que mi descenso sobre el planeta duró tres semanas. Habiéndome salvado de ese modo de aquel trance, eché un vistazo en torno a mí. El cohete se había posado en medio de un claro extenso, rodeado por un bosque de un azul pálido. Por encima de los árboles, de ramas parecidas a tentáculos, giraban velozmente unos entes de color esmeralda. Al verme, huyó entre los arbustos un grupo de seres extraordinariamente parecidos a los hombres, sólo que su piel era azul y brillante como zafiros. Tarantoga ya me había informado un poco sobre ellos; mi guía cosmonáutica de bolsillo me proporcionó un puñado de nociones supletorias. El planeta estaba habitado por un género de homínidos —decía el texto— llamados microcéfalos, cuyo nivel de evolución era muy bajo. Los intentos de entrar en contacto con ellos no dieron resultado. Pude observar que la guía decía la verdad. Mis microcéfalos andaban a cuatro patas acurrucándose aquí y allá, se despiojaban con gran destreza y, cuando me acerqué a ellos, me miraban de soslayo con sus ojos esmeralda, profiriendo unos sonidos guturales inarticulados. Su otro rasgo peculiar, además de la falta de inteligencia, era su carácter manso y benévolo. Durante dos días visité el bosque azul y las vastas estepas que lo rodeaban; de vuelta al cohete, me acosté para descansar. Ya en la cama, recordé el apresurador del tiempo; decidí ponerlo en marcha durante unas horas, para comprobar al día siguiente si surtía efecto. Lo saqué, pues, no sin dificultad, del cohete, lo coloqué bajo los árboles, conecté el adelantamiento del tiempo, volví a la cama y me dormí como un tronco. Me desperté de pronto manoseado y sacudido brutalmente. Al abrir los ojos, vi encima de mí las caras de unos microcéfalos que, ya verticales sobre dos piernas, se inclinaban sobre mí comunicándose algo a grandes gritos y, muy interesados, movían mis brazos. Cuando traté de oponer resistencia, por poco me rompen las articulaciones. El más alto de ellos, un gigante lila, me abrió la boca a la fuerza y me estaba contando los dientes con los dedos. A pesar de mis forcejeos y esfuerzos, me sacaron fuera y me ataron a la cola del cohete. En esta posición incómoda pude observar cómo los microcéfolos extraían del cohete todo lo que podían; los objetos mas voluminosos que no pasaban por la puerta, los troceaban antes con unas piedras De repente cayó sobre el cohete y los microcéfalos que trajinaban a su alrededor un aluvión de fragmentos de roca, uno de los cuales me dio en la cabeza. Atado, no podía girar la cabeza hacia el lado de donde venía el ataque. Sólo oía el ruido de la lucha. Los microcéfalos que me habían atado huyeron finalmente, vencidos. Llegaron los otros, me liberaron de las ataduras y, manifestándome un gran respeto, me llevaron a hombros dentro del bosque. La comitiva se detuvo al pie de un árbol frondoso. De sus ramas colgaba, sujeta por unas lianas, una especie de choza con una ventanita. Me empujaron adentro por aquella ventanita; toda la muchedumbre congregada bajo el árbol cayó de rodillas salmodiando cánticos rogatorios. Séquitos de microcéfalos me hicieron ofrendas de flores y frutas. Durante los días siguientes fui objeto de culto universal; los sacerdotes presagiaban el porvenir por la expresión de mi cara; cuando ésta les parecía de mal augurio, me incensaban con humo, llevándome al borde de la asfixia. Por suerte, el sacerdote columpiaba la choza durante los holocaustos, gracias a lo cual podía inspirar de vez en cuando un poco de aire puro.

El cuarto día mis adoradores fueron atacados por un destacamento de microcéfalos armados con mazos, bajo el mando del gigante que me había contado los dientes. Pasando durante la lucha de mano en mano, era, sucesivamente, objeto de adoración o de afrentas. La batalla terminó con la victoria de los asaltantes, cuyo jefe, el gigante, llevaba el nombre de Gusano Alado. Participé en su vuelta triunfal al campamento atado a un largo palo, llevado por unos parientes del jefe. Esto se convirtió pronto en una tradición: desde entonces fui transportado, como una especie de bandera, en todas las expediciones militares. Era un poco molesto, pero no desprovisto de privilegios. Habiéndome familiarizado bastante con el dialecto de los microcéfalos, traté de explicar a Gusano Alado que era a mí precisamente a quien él y sus súbditos debían su rápida evolución. La tarea no era fácil, pero tengo la impresión que empezaba a entender algo, cuando, por desgracia, fue envenenado por su sobrino, El Henchido. Este último unió a los microcéfalos del bosque y a los de los claros, tomando por esposa a Mastocimasa, sacerdotisa de los del bosque. Cuando Mastocimasa me vio durante el banquete nupcial (yo era entonces el catador de manjares, función instituida por El Henchido), gritó con júbilo:«¡Qué pielecita tan blanca tienes!». Esto me llenó de malos presentimientos, que s ecumplieron muy pronto. Mastocimasa apretó la garganta del marido aprovechando su sueño y se casó conmigo en régimen morganático. Probé explicar también a ella mis méritos ante los microcéfalos, pero creo que no me había entendido bien, ya que exclamó, apenas hube empezado a hablar: «¡Ah, ya te cansaste de mí!». Me costó mucho calmarla. Durante la siguiente revolución palaciega, Mastocimasa perdió la vida, y yo me salvé huyendo por la ventana. De nuestra unión quedó solamente el color blanco y lila de las banderas nacionales. Una vez a salvo, encontré en el claro del bosque el acelerador; pensé desconectarlo, pero se me ocurrió que tal vez fuera más razonable esperar hasta que los microcéfalos crearan una civilización más democrática. Viví una temporada en el bosque, alimentándome con raíces y acercándome sólo de noche al campamento, que se transformaba velozmente en una ciudad, rodeada de una empalizada. Los microcéfalos campesinos cultivaban la tierra, los de la ciudad se les echaban encima, violaban a las mujeres, saqueaban las moradas y mataban a los hombres. De eso pronto nació el comercio. En aquel mismo tiempo se afirmaron unas creencias religiosas, cuyos ritos se enriquecían de día en día. Con gran pesar mío, los microcéfalos arrastraron el cohete del claro del bosque a la ciudad, donde lo colocaron en medio de la plaza mayor como una especie de deidad, rodeada de muros y centinelas. Los campesinos se unían de vez en cuando y asaltaban Lilianal (se llamaba así la ciudad), destruían en un esfuerzo común hasta los cimientos, pero los lilianos reconstruían cada vez su capital pronto y eficazmente. Las guerras se terminaron cuando el rey Sarcepanos quemó las aldeas, taló los bosques y cortó las cabezas a los campesinos, estableciendo a los supervivientes en los campos circundantes a la ciudad. No teniendo dónde refugiarme, me fui a Lilianal. Gracias a mis relaciones (el servicio palaciego me conocía de los tiempos de Mastocimasa), conseguí el empleo de masajista real. Encariñado conmigo, Sarcepanos se empeñó en otorgarme la dignidad de ayudante del verdugo estatal, con el rango de torturador mayor. En mi desespero me dirigí al claro del bosque donde seguía funcionando el acelerador y lo regulé al máximo de su rendimiento. En efecto, aquella misma noche el rey Sarcepanos murió de un empacho, ocupando el trono Trimón el Azulado, jefe de los ejércitos. Su obra fue la institución de la jerarquía burocrática, los impuestos y el servicio militar obligatorio. Me salvó del reclutamiento el color de mi piel. Fui reconocido como albino y, por la misma razón, se me prohibió acercarme al palacio real. Viví entre los esclavos, llamado por ellos Ijon Palidón.

Empecé a pregonar la doctrina de igualdad universal, aclarando, al mismo tiempo, mi papel en el desarrollo social de los microcéfalos. Pronto tuve numerosos adeptos a mi enseñanza, llamados los Maquinistas. Hubo desórdenes y varios intentos de sublevación, cruelmente reprimidos por la guardia de Trimón el Azulado. El Maquinismo fue proscrito so pena de cosquilleo hasta la muerte. Tuve que huir varias veces y refugiarme en los estanques de la ciudad; mis seguidores sufrían una persecución despiadada. Luego mis discursos empezaron a atraer a cantidades de personas de las clases altas. La aristocracia venía a escucharme, de incógnito, naturalmente. Cuando Trimón murió de muerte trágica, olvidándose de respirar por distracción, el poder pasó a manos de Carbagas el Cauto. Era un adepto a mi enseñanza, a la que elevó a la dignidad de religión oficial del estado. Se me adjudicó el nombre de Protector de la Máquina y una magnífica residencia al lado del palacio. Estuve tan atareado, que ni siquiera sé cómo ni cuándo mis sacerdotes habían iniciado la proclamación de unas tesis sobre mi origen celestial. Mis intentos de desmentirlas fueron vanos. Fue entonces cuando apareció la secta de los Antimaquinistas. Sus seguidores afirmaban que los microcéfalos evolucionaban de manera natural, siendo yo mismo un antiguo esclavo, que, embadurnado con cal para parecer blanco, inducía abusivamente al pueblo a unos errores de superstición. Los cabecillas de la secta fueron apresados y el rey exigió que yo, en mi carácter de Protector de la Máquina, les condenara a muerte. No tuve otra solución que la de huir por la ventana del palacio y esconderme en un estanque, donde permanecí algún tiempo. Un día me llegó la noticia de que los sacerdotes pregonaban la Asunción de Ijon Tichy, quien, habiendo cumplido su misión planetaria, retornó junto. a sus progenitores celestiales Me encaminé al instante a Lilianal para esclarecer los hechos, pero apenas hube pronunciado la primera palabra, la muchedumbre arrodillada ante mis imágenes quiso lapidarme. Me defendió el servicio de orden de los sacerdotes, pero únicamente para encerrarme en un calabozo por impostor y blasfemo. Durante tres días me fregaron y rascaron para quitarme la supuesta pintura blanca, que había usado —según el texto de la acusación—para fingir que era Ijon Palidón, subido al cielo. Como no me ponía azul, querían torturarme. Por suerte uno de los guardianes me trajo un poco de azulete, salvándome así de aquel peligro. Sin perder un instante, me fui al sitio donde estaba el acelerador; después de largas manipulaciones, logré ponerlo a un grado todavía más potente de funcionamiento, con la esperanza de apresurar de este modo la venida de una civilización satisfactoria. Acto seguido me escondí por dos semanas en el estanque municipal. Salí de mi escondrijo cuando fueron proclamadas la república, la inflacción, la amnistía y la igualdad de los estamentos sociales. En los fielatos se exigían ya los documentos: puesto que no tenía ninguno, me detuvieron por vagabundo. Puesto en libertad, fui recadero del Ministerio de Enseñanza para ganarme la vida. Los gabinetes cambiaban incluso dos veces al día; como cada gobierno empezaba sus funciones por anular los decretos del anterior y promulgar unos nuevos, no paraba de ir corriendo con los boletines. Finalmente tuve que presentar mi dimisión por hinchazón de las piernas, pero no fue aceptada, porque estábamos en estado de guerra. Habiendo pasado por la república, dos directorios, una restauración de la monarquía ilustrada, el gobierno dictatorial del general Tremendón y el ajusticiamiento de este último por traición mayor, irritado por la lentitud del desarrollo de la civilización, me puse una vez más a manipular el aparato, con tan buen tino que se le rompió un tornillito. Al principio no me lo tomé demasiado en serio, pero me di cuenta, al cabo de unos días, de que ocurría algo raro. El sol se levantaba en poniente, en el cementerio se oían varios ruidos, se veían muertos paseándose cuyo estado mejoraba a ojos vista, los adultos se volvían bajitos y los niños desaparecían del todo. Volvió la dictadura del general Tremendón, la monarquía ilustrada, el directorio y, finalmente, la república. Cuando vi con mis propios ojos el entierro del rey Carbagas andando hacia atrás, cuando el rey al cabo de tres días se levantó del catafalco y fue desembalsamado, comprendí que el aparato se había estropeado y que el tiempo iba retrocediendo. Lo peor era que también en mi propio cuerpo observaba síntomas de rejuvenecimiento. Me decidí a esperar la resurrección y la vuelta al trono de Carbagas I, ya que entonces yo, aprovechando mi dignidad de Gran Maquinista podría, gracias a mi influencia, entrar sin complicaciones en el ídolo, o sea, en mi cohete. Lo mas inquietante era la extraordinaria rapidez de las transformaciones: no estaba seguro de existir todavía en el momento oportuno. Me ponía cada día debajo de un árbol en el patio para marcar una raya a la altura de mi cabeza; la diferencia de mi talla me daba verdaderos sobresaltos. Cuando volví a mi cargo de Protector de la Máquina bajo el segundo reinado de Carbagas I, tenía el aspecto de un niño de nueve años, y todavía necesitaba algún tiempo para reunir provisiones para el viaje. Las llevaba de noche al cohete, pero me costaba mucho esfuerzo, ya que mis fuerzas disminuían junto con el tamaño de mi cuerpo. Me espanté de veras cuando descubrí que en los momentos libres de ocupaciones palaciegas sentía una atracción invencible por el juego de la gallina ciega. Cuando mi vehículo estuvo listo para el viaje, me escondí en él de madrugada y procedí a ponerlo en marcha. Sin embargo, la palanca de arranque estaba demasiado alta para mí. Para moverla, tuve que encaramarme en un taburete. Quise soltar una palabrota, pero constaté con horror que sólo sabía lloriquear. En el momento del despegue todavía andaba, pero se ve que el impulso infundido en mí seguía funcionando todavía, puesto que, bastante lejos ya del planeta, cuando su disco se dibujaba en el espacio como una mancha blancuzca, apenas logré gatear hacia la botella de leche que había tenido el buen acierto de prepararme. Tuve que alimentarme de ese modo durante seis meses. El viaje a Amauropia dura, como antes había dicho, alrededor de treinta años, de modo que, de vuelta a la Tierra, mi aspecto no despertó la inquietud de mis amigos. Lamento solamente no poseer el don de fantasear, ya que, en caso contrario, no hubiera tenido que evitar los encuentros con Tarantoga: podría, sin herir su amor propio, inventar alguna fábula encomiástica de su talento de inventor.

O'Chini said...

Menuda paranoia!!! Mimáaaa... Hoje imprimi-no e levei-no no metro de volta a casa.
Isto é máis fantasia que outra cousa, é máis como um conto de nenos pero em plam supercomplexo. Os teus debuxos vam-lhe moi bem a estas histórias, som fantasiosas. Gustou-me o de pena de morte a base de cóxegas. :D

(A Bender nom hai que o supere, que conste!)

Marta said...

Bueno, bueno iso é porque non liches máis relatos de Ijon Tichy, cólleslle verdadeiro cariño, iso sí non é tan cabronazo como Bender. A min a veces recórdame a Fry pero en intelixente. Eu linme case tódolos relatos en tono satírico de lem e vin todalas temporadas de Futurama e hai guiños moi parecidos.

Este relato, máis que unha paranoia, a min resultame unha parodia do que é a evolución humana a nivel social e político trasladado a outra especie e a ritmo vertixinoso, que é o que resulta cómico e quizais un pouco abrumante. Tamén desborda en imaxinación e fantasía, estos relatos son máis de coña e non pretende ser tan crible a nivel científico, iso o consegue en solaris (nada que ver coa película, eh)e outras obras como Edén, que son bastante máis realistas, e coas que me quedei bastante impresionada pola sua concepción doutras formas de vida e a posibilidade de entrar en contacto con elas. De feito Lem é bastante pesimista niso, non como Carl Sagan que é máis optimista, Lem cree que se chegaramos a contactar con outras formas de vida intelixente, seríamos tan extranos os uns aos outros, que en principio estaríamos abocados a ignorarnos mutuamente por incompresión (cree que a súa forma de organización, social política e cultural, e as súas motivacións serían tan distintas ao que coñecemos que escaparían ao noso entendemento e viceversa). ¿ti que opinas?

O'Chini said...

Ijon Tichy? Tomo nota, que ultimamente nom leo moito e tinha ganas de mercar algum livrinho...

Marta said...

Hey!, o protagonista chamase Ijon Tichy, (tamén está o profesor sabiondo que é Tarantoga,como o Fansworth de Futurama) pero o libro chámase "Diario de las estrellas" que é donde se recollen todos estes relatos das viaxes fantásticas e surrealistas de Ijon. Todo moi recomendable. E vou parar porque cando falo de Lem entusiasmome tanto...

O'Poldow said...

OLA MARTA!!
Ao final lin algo de Lem! Está ben legal, aínda que esta narración se me fai un pouco precipitesca, que todo está como kaboom! nunha máquina do tempo, certamente. Tamén nos Simpson había un toque parecido nun capítulo en que a partir dun dente de Lisa (ou era Bart?) e Cocacola nace toda unha civilización. Polo demais, tamén me fixo pensar en Cunqueiro de 'Merlín', só que mirando para as estrelas. A parte preferida, a descrición dos DESTERRONTES, esa apúntoa. Non ten desperdicio!!
Pola minha parte tamén estou algo destorronteiro, vin a Sampa cunha bolsa a regular lingua, tou de profe-leitor, e na Uni, aí nomás! Ficarei todo o ano pero no verán espero ir coma o pulpo: to the party. E nada, por acá nos escribimos!